Todo acto educativo encierra un comportamiento ético, toda
educación es ética y toda educación es un acto político, no solo por el
ejercicio formativo en sí mismo, sino por sus consecuencias.
El propósito fundamental de toda educación es preparar para el
mundo de la vida. Ello implica abarcar dos dimensiones de acción o de
comportamiento: el mundo de la vida desde el cuidado y la atención de uno
mismo, y el mundo de la vida desde el cuidado y la atención a los demás o lo
que genéricamente llamamos, desde la antigua Grecia: el cuidado de la ciudad.
La subjetividad en consecuencia se abre a las dos dimensiones,
antes señaladas, la subjetividad individual o el autoconocimiento y la
autoestima personal y la subjetividad colectiva o el autoconocimiento y la
autoestima, como parte de un todo, desde los diferentes niveles de la
interacción social.
Toda educación significa para el educador como para el educando la
recepción o transmisión de un saber social previamente existente, que más allá
de su especificidad técnica o de su utilidad práctica, viene cargado de un
sentido contextual. Todo saber responde a representaciones colectivas que, en
mayor o menor grado, incorporan pulsiones valorativas sobre el mundo objetivo y
subjetivo. Por ello, para el educando, todo acto educativo implica una relación
de universal heteronomía. Es un ejercicio de socialización en el que nos
incorporamos al torrente de un mundo ya existente, cargado de contenidos, de
jerarquías, de escalas valorativas y de evidentes y apreciables núcleos
morales, normativos, unas veces represivos, otras, permisivos.
La actividad educativa no es solo un acto unilateral de
transmisión o de incorporación pasiva de saberes y conocimientos. La educación
es también un proceso mediante el cual el propio sujeto crea y recrea los
sentidos del conocimiento. Si esto acontece con los conocimientos de las
llamadas ciencias naturales y exactas, donde es posible una mayor formalización
de los métodos y los objetos de conocimiento, mayor es el juego de reinterpretación
y si se quiere de libertad en relación con saberes que condensan
representaciones sociales, tradiciones culturales, referencias éticas, morales
y normativas, donde el estatuto de legalidad científica y objetiva es de suyo
más problemático y falible , puesto que cae en el campo de la comprensión de
los sentidos.
Más que el carácter específico que hemos señalado al conocimiento
social y a la auto representación del mundo moral que elaboran los grupos
humanos, el conocimiento de un sentido ético y moral del mundo pasa, en mayor o
menor medida, por un grado de apropiación, validación, adecuación, rechazo y
construcción heterodoxa de sentidos propios y personales del comportamiento
moral y ético: de alguna manera pactamos con las creencias de nuestros mayores.
Por muy pasiva y repetitiva que parezca una conducta moral, su
fortaleza está más dada por la interiorización, por el reconocimiento íntimo de
su validez, justeza o pertinencia, antes que por la mera repetición mecánica.
Por mucho que nos imaginemos el comportamiento más heterónomo posible de un
joven o de un adulto, habrá momentos en el que frente a situaciones cambiantes,
el sujeto en cuestión, tendrá que tomar una decisión con un grado mínimo pero
existente de elección voluntaria, de convencimiento y de pasión, es decir, en
otras palabras, con un grado rudimentario de conciencia subjetiva del trance en
el que se halla. Trance en el que tiene que elegir entre los comportamientos
posibles y las consecuencias esperadas.
Si reconocemos ese complejo cuadro de condiciones contextuales,
autobiográficas, intrasubjetivas, culturales e históricas sabremos que siempre
se nos presentarán dos dimensiones de nuestro actuar ético y moral:
Primera, el balance y ajuste de cuentas con los núcleos éticos y
morales que nos son dados, lo que nos viene de afuera, es decir, frente aquello
ante lo cual, en mayor o menor medida, seremos heterónomos.
Segunda, la afirmación progresiva de un actuar en el mundo con
base en principios y máximas, fruto de nuestra propia elaboración individual,
es decir, la capacidad de ser autónomo, autorregulado y responsable e imputable
único de nuestros propios comportamientos prácticos.
Ambas dimensiones requieren construir una personalidad moral o una
subjetividad de cierto talante y de cierta fortaleza o ánimo para enfrentar el
mundo y batirse con el Sapere
audekantiano. Es lo que los españoles siguiendo a Ortega y Gasset,
llaman “tener la
moral en alto o estar moralizado ante la vida”.
Somos una especie ética por dos razones muy elementales:
Una, porque nos movemos en un mundo con un grado de libertad,
infinitamente mayor que cualquiera de las otras especies. No somos esclavos de
los determinismos físicos o bióticos, tenemos capacidad de respuesta ante
situaciones inesperadas, nos adaptamos e innovamos. Somos la especie menos
acabada de hacer y por lo mismo más abierta a muy variadas posibilidades de
desarrollarse, de completarse o intentar hacerlo mediante la libertad de
escoger y de rectificar.
Dos, somos la única especie que tiene que dar cuenta de sus actos
y justificar su conducta.
La ética y la moral, son inherentes a nuestras vidas como personas
y como miembro constitutivos de una sociedad.
1.
¿Por qué cree usted que la educación puede ser un acto político?
2.
¿Qué opina acerca de que somos una especie
ética?